Noto desde hace algún tiempo un turbio regusto por reivindicar la cara más popular de la arqueología, la de los aventureros, saqueadores de tumbas y coleccionistas de cacharros, frente a los esfuerzos denodados de los profesionales por cambiar los tópicos acerca de la disciplina.
Pseudo-arqueólogos, por llamarlos de alguna manera, invaden competencias que, según la legislación vigente, están claramente acotadas y reguladas por la administración, la misma que hace la vista gorda ante la irrupción de estos advenedizos, practicantes de una forma burda de descubrir el pasado que creíamos olvidada. Se hacen más y más frecuentes, gracias a la democratización de la comunicación facilitada por el acceso libre a la red de redes, artículos de tema presuntamente arqueológico -que no son más que un remedo de la práctica habitual en el ambiente académico de publicar refritos de datos provenientes de fuentes clásicas, desprovistos de constatación a través de resultados de actividades arqueológicas, para proporcionar titulares sensacionalistas. Internet está lleno de webs en lo que se postula esta forma de conocimiento frente a lo establecido: de las teorías de los extraterrestres como dioses de la Antigüedad a las más peregrinas tesis acerca de ciudades y civilizaciones perdidas. Lo más grave es que, incluso los medios de comunicación tradicionales, dan pábulo a muchas de estas noticias. Espero que no pretendan luego que me solidarice con su causa frente al intrusismo profesional en el periodismo.
La televisión, no podía ser de otro modo, hace su parte también para sacar provecho del gusto popular por esta pseudo-arqueología: no he visto todavía ningún programa en el cual se muestre la realidad de la práctica científica de nuestra profesión, con algunas excepciones de producción anglosajona.
Mientras, desde los ambientes científicos y académicos se mantiene la impostura del conocimiento arqueológico como algo reservado a un pequeño círculo de iniciados, ajenos a todo lo que se mueve bajo las alturas de su torre de marfil. Están por encima del bien y del mal, así que estas cuestiones desprovistas de bagaje filosófico y erudito les resbalan como gotas de lluvia sobre un plástico.
Me pregunto porqué sigo trabajando dentro de la ley, cumpliendo con los reglamentos y las exigencias de la administración, cuando podría estar ejerciendo de pitero y beneficiándome de la indolencia general acerca de nuestro patrimonio arqueológico. Hace años tuve que aguantar que uno de estos sujetos, a la sazón reconocido artista plástico en galerías madrileñas para burgueses acomodados, me dijera que los arqueólogos no teníamos ni idea, que él tenía en casa una colección de objetos arqueológicos de gran valor; según este individuo, sólo había que saber buscar con una azadilla en el campo. Por San Harris que tuve que aguantarme las ganas de abrirle la cabeza allí mismo y tirarlo al pozo con una piedra al cuello.
Lo peor es que, después de 15 años de práctica profesional, empiezo a pensar que tenía razón. Volveremos a la época del salacot y la comitiva de porteadores de color en busca de un lugar donde excavar para extraer tesoros, sólo que esta vez lo haremos pensando que sigue siendo ciencia.
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