domingo, 1 de septiembre de 2013

Derribos S.A.

En Cádiz está trayendo cola, de la de esnifar, no la de esperar en el Mercadona de Puntales, el tema de los edificios del Olivillo y la Náutica. Y digo esto porque parece que el destino del patrimonio edificado de la ciudad se juega entre niños de colegio de primaria, intoxicados con los efluvios del Imedio (de nuevo aclaro: del pegamento, no del presentador), en un enrevesado tira y afloja de y tú más, arrieritos somos, me como una y me cuento veinte. 

Para diluir este ambiente, tan gaditano y tan secula seculorum, de cuitas y pendencias políticas, se llama a expertos para que diriman estas en singular combate dialéctico; cada vez que se plantea la demolición de un edificio sucede lo mismo: se recurre a los especialistas según conviene. Sucedió en el conflicto de la Aduana, en el cual eran las posiciones contrarias a la presente: el ayuntamiento quería derribar y la Junta no. 

Fin de la primera parte y cambiamos de portería e incluso de camisetas. Segunda parte: la Junta afirma que los edificios en liza son ruina pura y que hay que derribarlos, incluso si luego se tienen que volver a levantar, no será por falta de medios económicos; si hay dinero para contratar 23 millones de euros con Microsoft en detrimento del uso del software libre, seguro que lo hay para tirar dos edificios como el Olivillo y la Náutica. El Ayuntamiento se opone, argumentando el valor singular de las construcciones, lo que no deja de ser sorprendente, habida cuenta de la facilidad con la que este tipo de cuestiones se solventan cuando se trata de otros tipos de patrimonio, sea la arquitectura vernácula gaditana, el rico patrimonio arqueológico, el ignorado patrimonio industrial, etc.

Es el mismo problema de los triángulos amorosos, con la salvedad de ser este un triángulo en el que no se ve por ningún lado el amor, mas los intereses creados. La víctima, como siempre, el Patrimonio Cultural de la ciudad de Cádiz que, si bien llena la boca del chovinista local a la hora de reivindicar centros culturales como destino para todo aquel espacio recuperado posible, no termina de creerse querido por una población que se mantiene al margen de su condición de propietaria del mismo. Acostumbrados ya a dejar que los interpretes de la voluntad popular hagan su ídem con la herencia recibida, asistimos resignados unos e indolentes otros, a la conversión de este legado en moneda de cambio entre las tradicionales fuerzas vivas en eterna disputa. 

Mientras se discute, la empresa que derriba todo en Cádiz sin ser siquiera de Cádiz, espera el momento de recibir la llamada para acudir presta al derribo, o como dirían algunos expertos, a la deconstrucción.

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