miércoles, 8 de mayo de 2013

Andalucía, y a mucha honra.


A nadie pasa inadvertido que esta crisis económica ha venido a quedarse por un tiempo. Como consecuencia lógica de la creencia firme en la potencialidad de un sector -el de la construcción- que ha demostrado tener los pies de barro, todo el país se embarcó en un Titanic de inversiones especulativas. La posibilidad de obtener ganancias a corto plazo, comprando inmuebles sobre plano para venderlos nada más hacerse la entrega de llaves, hizo que muchas familias se endeudaran sobre la falsa premisa de poder jugar a una especie de Monopoly en el que los bancos prestaban dinero con facilidad a cualquiera que pudiera poner encima de la mesa un contrato de trabajo y un avalista. 

Pero el problema no es que nos dejáramos llevar por el afán de lucro, espoleado por los gobiernos de turno, el verdadero problema es que muchos jóvenes decidieron dejar los estudios para hacerse un hueco en el floreciente mercado laboral que ofrecía el ladrillo. Una cosa trajo la otra: muchos se construyeron un plan de vida burgués con hipotecas, buenos y caros automóviles, viajes; incluso segunda residencia en la playa, algo a lo que su generación precedente sólo llegaba tras toda una vida de esfuerzo y ahorro. Lo siguiente fueron los hijos para que habitaran los adosados a pagar en treinta o cuarenta años. En definitiva, unas expectativas de estabilidad basadas en endebles cimientos, como se ha demostrado con la caída en picado de las ventas.

Hace diez años, cuando volví de una estancia laboral en el Reino Unido, me encontré en mi pueblo a una nueva clase social: los promotores inmobiliarios. La mayoría se habían dedicado a la construcción toda su vida y, viendo la oportunidad, se habían convertido en ejecutivos trajeados que mercadeaban con promociones de viviendas, facilitando el acceso a una casa en propiedad a conocidos y ajenos. Los alquileres prácticamente no existían. Los que había disponibles tenían precios iguales o superiores a la cuota mensual a pagar que ofrecían las entidades bancarias para ser propietario. Incluso daban más dinero del necesario, inflando las tasaciones, para que todos pudiéramos permitirnos incluir en el préstamo hipotecario el coche nuevo, el viaje de novios, etc. 

El Estado participó activamente de esa fiebre de "progreso" con grandes proyectos de infraestructuras, financiados en su mayor parte por la Unión Europea, es decir, con dinero prestado. Nadie supo adivinar que, llegado el caso presente, se nos iban a pedir cuentas. Europa era el grifo inagotable del que sacar pasta para construir piscinas climatizadas, casas de la Cultura, auditorios de música; recurso infinito para la modernización de un país que hasta los años 60 del pasado siglo vivía cercano a los estándares del siglo XVIII.

Los intelectuales también se dejaron llevar por la bonanza económica, y por miedo a resultar agoreros, no se pronunciaban acerca de los peligros de la situación; salvo honrosas excepciones, tachadas de inmediato de espíritus pesimistas y derrotistas, la mayoría se dejó llevar por las aguas del maná color cemento.

La idea era construir una numerosa clase media que se preocupara tan sólo de poder mantener su posición social, igualar a todos en la misma premisa del "tanto debes, tanto vales". El resultado no se ha hecho esperar. A pesar de las primeras medidas de recorte puestas en marcha por el gobierno socialista, lo que les hizo perder las riendas del país, la población respondió a la llamada de las urnas con un voto a ciegas para el que prometió la vuelta a la gloria pasada, para el que habló la misma jerga conservadora del que tiene mucho que perder con cualquier cambio. 

La excepción, por poco, la ha hecho Andalucía, en la que los votantes se han decantado por la izquierda en mayor número en los comicios autonómicos. Como somos un pueblo al que vapulean los tópicos y, para el resto del país, somos una panda de desocupados que vivimos de bar en bar, de fiesta en fiesta, de ERE en ERE, chupando la sangre de los honrados y esforzados contribuyentes a los que nunca da el sol. Es lo que explica, a su manera de ver las cosas, el resultado de las elecciones andaluzas: hemos votado para seguir viviendo del cuento. 

Lo que no saben es que, a pesar de todo, somos una de las comunidades autónomas con más imaginación y creatividad por metro cuadrado, lo imprescindible para salir de una situación tan crítica como la que padecemos. El problema es que aquí a nadie le pagan por pensar. Eso se lo encargamos a consultoras con sede en Madrid, desperdiciando el talento de miles de universitarios con ideas innovadoras que deben marcharse a buscarse la vida allende las fronteras de Despeñaperros; ahora allende de los Pirineos.

Además, no nos engañemos: llevamos siglos viviendo en una crisis constante, alimentando con el trabajo diario manos muertas y caciques con piso en Madrid o Barcelona. Exportando mano de obra para las industrias subvencionadas por el franquismo en otras áreas de España, engrosando las plantillas de la Policía o la Guardia Civil por todo el país; contando chistes de pedo-culo-pis con “azento andalú”. Y folclóricas, no olvidemos a las folclóricas.

Y mejor no hablar de toda la patulea de funcionarios que entraron en la Junta de Andalucía cuando esta se creó que, si hiciéramos un estudio estadístico resultaría que son, en su mayoría, de otras regiones de España; eso sí, muy bien adaptados a las costumbres locales. Como muchos de los enchufados en el sinfín de empresas públicas y organismos similares, que también son de fuera, por culpa de un complejo de inferioridad falso pero conveniente a los intereses del Estado.

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